Avui tenia ganes d'escriure portant la contrària als que diuen que els canvis són bons. En alguns casos t'ho diuen amics, quan estàs en una mala situació, amb la millor de les intencions. A fi de comptes, el passat és irrecuperable, i encara que pugui ser dubtós o directament fals, dir això és el millor que troben per què afrontis el futur -que és l'únic que et queda-, amb la millor actitud. En altres casos, ho diu qualsevol. "Els canvis són bons" forma part d'una suposada saviesa popular que, partint de creences tan peregrines com les de les religions més fantasioses, ha fet tant o més mal a la humanitat com el que s'atribueix -amb motiu- a aquestes religions. Això sí, des d'una perspectiva suposadament laica. "Els canvis són bons" és també una perversió -o una mala evolució- dels ideals progressistes. No tots els canvis són iguals. Els hi ha bons i els hi ha dolents. O, millor dit, els canvis només són. El progrés -paraula que no té altre valor implícit que "anar endavant"-, no pot ser considerat bo per si mateix. Ja no. Ho pot ser quan la direcció que agafa ens sembla bona. Tots coneixem avenços cap a pitjor.
Però m'aturo aquí en la meva diatriba, per què al llibre que estic llegint, "Esto no es música", de José Luis Pardo, just avui "m'ha tocat" arribar a un fragment (pp 212-213) amb el qual m'he sentit molt identificat, i que dimensiona el que tenia ganes de dir.
"Por mi parte, recuerdo perfectamente que, como millones de infantes del mundo entero (por cuyo llanto inconsolable me creí yo aquel día acompañado), me sentí como un "niño abandonado" cuando me obligaron por primera vez a salir de casa para ir a la escuela: una sensación que, en lo esencial, habría que calificar de acertada, porqué esa partida no es más que el prólogo de todas la salidas en busca de la hazaña, en busca del hegeliano reconocimiento, en busca del propio nombre y de la propia identidad, es decir, en busca de la culpa y de la infelicidad. Ya sé lo que los psicoanalistas dirán de esto: complejo de Edipo mal resuelto, rechazo de la castración, apego patológico a las faldas maternas y denegación del padre, instinto de muerte, nostalgia de la vida intrauterina resimbolizada por el "hogar" (la caverna!); ¿qué pasaría si los niños no abandonasen nunca su hogar para ir a la escuela, al trabajo, etc.? En efecto, nadie haría nunca nada. No habría historia. (...).
Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmente para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar -cosa que yo, lamentablemente, no conseguí- no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad parecería a todo el mundo -y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro- injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aun el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas estas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz. (...)".
(...., i un dia d'aquests podríem treure conseqüències d'aquesta reflexió, pensant en l'aplicació d'aquesta creença a l'activitat cultural,...)
Però m'aturo aquí en la meva diatriba, per què al llibre que estic llegint, "Esto no es música", de José Luis Pardo, just avui "m'ha tocat" arribar a un fragment (pp 212-213) amb el qual m'he sentit molt identificat, i que dimensiona el que tenia ganes de dir.
"Por mi parte, recuerdo perfectamente que, como millones de infantes del mundo entero (por cuyo llanto inconsolable me creí yo aquel día acompañado), me sentí como un "niño abandonado" cuando me obligaron por primera vez a salir de casa para ir a la escuela: una sensación que, en lo esencial, habría que calificar de acertada, porqué esa partida no es más que el prólogo de todas la salidas en busca de la hazaña, en busca del hegeliano reconocimiento, en busca del propio nombre y de la propia identidad, es decir, en busca de la culpa y de la infelicidad. Ya sé lo que los psicoanalistas dirán de esto: complejo de Edipo mal resuelto, rechazo de la castración, apego patológico a las faldas maternas y denegación del padre, instinto de muerte, nostalgia de la vida intrauterina resimbolizada por el "hogar" (la caverna!); ¿qué pasaría si los niños no abandonasen nunca su hogar para ir a la escuela, al trabajo, etc.? En efecto, nadie haría nunca nada. No habría historia. (...).
Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmente para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar -cosa que yo, lamentablemente, no conseguí- no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad parecería a todo el mundo -y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro- injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aun el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas estas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz. (...)".
(...., i un dia d'aquests podríem treure conseqüències d'aquesta reflexió, pensant en l'aplicació d'aquesta creença a l'activitat cultural,...)