Ei! Ja fa díes que ho hauria d'haver penjat, això,... es tracta d'un article que he escrit pel número 269 d'aquest més de gener de la revista Rockdelux. Si algú té la paciència de seguir aquest bloc veurà que segueixo amb temes als que fa temps li dono voltes. Qualsevol comentari de qualsevol mena -polèmic, crític, complaent, superficial,...- serà benvingut.
"Vamos a mirarlo de otra manera. Nos hemos acostumbrado a considerar que el artista es un señor que crea mejor cuanto mejor desarrolla sus cualidades personales y su individualidad.
La meta es algo así como la originalidad. La mejor actitud, la introspección. El mejor entorno, la libertad de expresión, sin interferencia ninguna. Que sea sociable es una sorpresa. Gracias a un arduo trabajo de aislamiento, podrá proporcionarnos los frutos de su búsqueda en forma de canciones. Visto así, la música es lo que este señor nos ofrece desde su acto de auto-afirmación. Nuestra misión, la de los que oimos música, es recibir su trabajo y aceptarlo o rechazarlo. Somos consumidores. Nuestro trabajo empieza cuando acaba el suyo.
Alrededor de esto, unos son creyentes y otros ateos. Hay los que participan con fervor del juego artístico, y los que dicen que esto no es para ellos, que no saben de música, y que con cuatro propuestas mainstream tienen suficiente para su vida musical. Pero en el fondo, todo el mundo asume estas reglas.
Pues bien, supongamos que el artista no es esto sinó otra cosa, y que la música tampoco es lo que parece. Supongamos, por ejemplo, que lo que hace el músico es catalizar las influencias de su entorno, dar forma musical a algo que se respira en el ambiente. Su trabajo consiste en desarrollar su sensibilidad y habilidades, para captar energías, informaciones y vínculos que están ahi, y devolverlos en forma de música. Él puede ser grande, de acuerdo, pero no existe sin nosotros. Nuestra compañía le es imprescindible, y no sólo para que pasemos por taquilla. Supongamos también que la música no existe si no es interpretada por alguien ante alguien, y que lo demás –grabaciones, partituras, ensayos,...- no són más que sucedáneos, efectos colaterales que funcionan por que nos hacen imaginar el momento musical, pero nada más que esto. Y que por lo tanto un concierto sólo funciona si todos estamos ahí.
Visto así, nuestro papel es distinto. No somos los que “recibimos” las canciones y escogemos o rechazamos como jueces. O no solamente. Las canciones están hechas con nuestro material, nuestros sueños, nuestra historia, nuestras palabras, nuestras casas y nuestras cosas. La calidad del concierto va a depender de nuestra presión, existencia y capacidad de recepción, que empujaran al artista a momentos excelsos, o a la sequía expresiva. Nos llaman público, y dicen que nuestra libertad es la de elegir o desechar propuestas, pero esto es una simplificación interesada.
Algo así es lo que pensamos en Indigestió. Promovemos pensamiento, acciones y redes en esta dirección. Nos sentimos ciudadanos con ganas de influir en la música. Suponemos que nuestra presencia va a dar alas al artista y no a limitarlo. Dejar este trabajo en manos de la alianza entre artistas, políticos, industriales y gestores afines no nos parece adecuado. La intervención política, que se reparte entre el apoyo al mercado y la inversión a fondo perdido en arte autista no nos sirve. La cultura necesita movilización civil como el medio ambiente o los derechos humanos. No queremos limitar nuestra acción a la venganza silenciosa de las masas. Y si el artista pincha, nosotros también pinchamos."
Muchas gracias por tu reflexión, Jordi. Aquí una impresión que tiene alguien que nunca subió a la tarima, todo sea dicho y tenido en cuenta.
ResponEliminaQuizás, aparece una aparente barrera a poder ser influyentes como público, y a que no se produzca la aburrida distancia "dentro del escenario-fuera de él", cuando aquello que estamos invocando en el concierto, en tus claras palabras, el fruto del "catalizar las influencias de su entorno, dar forma musical a algo que se respira en el ambiente", se topa con un público que no conoce ese valor de la música presentada (como podría ocurrir en el caso de un artista que no conoce tal valor, claro, pero uno piensa que esos no existen).
Es en ese momento cuando el que está encima del escenario no puede dejar de sentir su individualidad separada de una mayoría que está, para él, desinteresada en el juego.
Si realmente el artista, el que está allí dando forma musical a un grito o lloro de todos, está bien seguro de que no se está equivocando de forma ni de público (después de hablar consigo mismo y con su público, y de haber sentido las ganas de presentar esas canciones, tal y como son; eso es, está bien seguro de que son ésas las que todos queremos), y, de todos modos, ocurre lo dicho, llegamos a un punto en que la barrera sigue ahí. Y esta vez, sigue ahí no por descuido, por parte del músico, del valor de la invocación entre todos, sino porque unos arriba y otros abajo, se han quedado solos.
En este punto, no puedo evitar pensar que hay un arriba y un abajo. Y que si uno tuvo ganas de subir, puede que sea suficientemente grande como para seguir cantando y que, de todos modos, esté teniendo lugar un pinchazo (a raíz de la jugosa frase última del texto) que dé gusto o dolor a unos pocos suficientes, los pocos que juegan. Con el riesgo de ser más originales de lo que está mandado, catalizando influencias de un entorno desconocido hasta para ellos mismos, practicando raro arte.
Sin embargo, creo que cuántos más seamos, más fuerza tendrá la canción invocada (porque así no oiremos las otras "canciones", las que no salen de señores conciertos). Por lo tanto, ¿queremos todos pinchar? Seguro que muchos. ¿Y si pinchamos nosotros antes? Dejando así claro que, en un concierto, quien está debajo del escenario ya no tiene razón de vengarse, pues viene luchando ya desde casa y tiene idea de lo que le viene encima ante el artista.